El placer de escuchar

Salgo de currar, recorro el lento y tranquilo camino que separa el lugar de trabajo de la acogedora espera de unos brazos que acariciar. Antes de dormir decido tomar algo para calentar el cuerpo calado de agua y frío, y escribir los pocos pensamientos que fluyen por mi mente.

No encuentro nada más importante que las palabras, palabras que escribo, palabras que vuelan, palabras que hemos dejado de escuchar, palabras que hemos dejado de decir.

Cada noche pedaleo de vuelta a casa mientras paseo las solitarias calles de la ciudad, ya dormida. Recuerdo cada una de las conversaciones que han llenado de satisfacción cada minuto del día. Conversaciones en las que, a veces, apenas he sido un simple participante pasivo en la escucha. Sin mediar ni una sola palabra he descubierto el placer de convertir un rato de soledad en un gratificante diálogo, donde una sonrisa y un poco de atención generaron la felicidad necesaria en una de las partes.

No dejo de pensar en los años pasados sentado en las frías sillas de un aula, entre las cuatro paredes de una clase donde aprendí todo lo que sé, y lo que no sé.

12 años de escuela e instituto; 5, 6, 7 u 8 de carrera universitaria; cientos de contenidos, de objetivos superados; y, ¿hemos terminado sin aprender nada*?. Durante años el sistema educativo nos tiene entre sus brazos, 6 horas al día, cinco días de la semana. La innegable influencia de la televisión, los medios de comunicación, la ruptura de los lazos familiares y las nuevas tecnologías de la información y la comunicación se entrecruzan entre los procesos socializadores; la cultura transmitida, y la vivida; los aprendizajes encapsulados, transmitidos desde el «discurso interpretativo dominante», tal y como diría Touraine; o las frágiles relaciones propias de la modernidad líquida que describe Bauman. Codiciamos la estabilidad de las relaciones a la vez que tememos esa misma estabilidad.

Recuerdo que cuando cursaba EGB uno de los mayores objetivos de algunas de mis maestras y maestros era que escucháramos. – ¡cállate y escucha! era la frase más repetida en cada una de las clases. Nos invitaban (¡nos obligaban!) a escuchar. Nunca existía una explicación que aclarase la importancia de esa escucha, nunca se puso el énfasis en la importancia de sentir cuando se escucha.

La escucha viene, casi siempre, impuesta por quien dice, cuenta o emite algún mensaje. Demandamos que nos escuchen constantemente, pero nuestra exigencia no viene precedida, en la mayoría de los casos, por un leve interés en quien tenemos frente a nosotros. Freire dejó claro que una de las barreras a las que se enfrenta toda persona que quiere aprender y provocar el aprendizaje de quien le acompaña es la que surge en el momento de la escucha, «enseñar exige saber escuchar»:

«Sólo quien escucha paciente y críticamente al otro, habla con él, aún cuando, en ciertas ocasiones, necesite hablarle a él. Lo que nunca hace quien aprende a escuchar para poder hablar con, es hablar impositivamente. Incluso cuando, por necesidad, habla contra posiciones o concepciones del otro, habla con él como sujeto de la escucha de su habla crítica y no como objeto de su discurso»  (Freire, 1997, p. 109).

Pero, la escucha no se construye solo desde la atención a los sonidos emitidos por la vibración de las cuerdas vocales. Escuchar es ir más allá de esa simple acción. Significa sentir cada palabra de la otra persona como propia, comprender sus deseos y sus anhelos… Escucha pasiva, regeneradora, reconstituyente y transformadora. Porque la escucha no se construye solo a través del diálogo, sino que necesita de la comprensión, de la mirada y el gesto cómplice, del sentirse parte de lo que la otra persona vive y siente.

Puede que como en otras muchas ocasiones mi percepción esté radicalmente equivocada. Pero mi sensación es la de aquella persona que descubre que una barra de bar es capaz de mostrarle la soledad y el aislamiento generado por una sociedad que no escucha. Quizás, el privilegio de trabajar directamente con las personas me ha facilitado la capacidad de comprender, demasiado tarde (ahora recuerdo cuantas veces me han dicho: «sólo necesito que me escuches. sin consejos, sin opiniones. Sólo que me escuches), que cada persona que se cruza ante nosotros necesita, aún sin demandárnoslo, unos minutos de escucha, un momento de atención.

Casi sin quererlo, sin estudiarlo. He descubierto que uno puede hacer reflexionar mucho más a otra persona tras un largo tiempo de escucha que con un buen argumento (aunque ambas cosas se complementen). Casi sin perseguirlo he aprendido que uno ayuda mucho más cuando pregunta que cuando ofrece respuestas y sobre todo, que uno fortalece relaciones, crea vínculos y restituye ánimos cuando es capaz de quedar en silencio y ofrecer el corto tiempo de escucha que todas y todos necesitamos.

* Perdón. Ya lo sé, en estos tiempos decir algo así de una institución pública y de un servicio público tan importante para generar justicia social y abrir oportunidades de crecimiento e igualdad entre la ciudadanía puede generar más de un sarpullido, con toda la razón. No, no me interpreten mal o, mejor dicho, espero explicarme bien para no llevar a confusiones, vuestras y mías.

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